miércoles, 20 de agosto de 2025
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La ciudad no es solo un espacio físico de concentración poblacional ni un resultado de la planificación técnica; es, sobre todo, una construcción social, política y simbólica en la que se juega el acceso a la dignidad. En este escenario, el derecho a la ciudad emerge como una categoría jurídica aún en disputa, pero progresivamente reconocida por la Corte Constitucional colombiana. Sin embargo, este reconocimiento coexiste con limitaciones estructurales de la administración pública para garantizarlo. En las siguientes líneas se explora esa tensión entre la potencia jurisprudencial del derecho a la ciudad y las restricciones de su implementación administrativa.
Así pues, desde inicios del siglo XXI, la Corte Constitucional ha proferido decisiones que, aunque no siempre nombran explícitamente el derecho a la ciudad, han delineado sus contornos. Por ejemplo, el Tribunal reconoció que la ocupación del espacio público por poblaciones vulnerables, como los vendedores informales, no puede ser tratada como un asunto meramente de policía urbana, sino que debe enmarcarse en la garantía de derechos fundamentales.
También ha establecido que el acceso al transporte público digno es una dimensión material del derecho a la ciudad, especialmente cuando afecta a personas en situación de discapacidad. A ello se suma la participación ciudadana en decisiones sobre ordenamiento territorial y proyectos urbanísticos, otorgándole valor jurídico a esa intervención colectiva como expresión del derecho a decidir sobre el entorno habitado. La Corte, entonces, ha reconocido así que el derecho a la ciudad es relacional y complejo: no se agota en el acceso a la vivienda, por ejemplo, sino que incluye el derecho a participar, a circular, a disfrutar del espacio público, a un ambiente sano y a la vida urbana en condiciones de equidad.
Pese a la robustez argumentativa que maneja la Corte Constitucional, la implementación del derecho a la ciudad en la administración local enfrenta múltiples dificultades. En primer lugar, los instrumentos de planeación territorial (como los POT y los planes de desarrollo) siguen anclados en lógicas técnico-normativas que, aunque indispensables, raramente dialogan con los fallos constitucionales ni con las demandas ciudadanas emergentes.
En segundo lugar, la descentralización territorial, si bien ha otorgado competencias a los entes municipales, no ha venido acompañada de la capacidad real para ejecutar políticas públicas que materialicen los contenidos del derecho a la ciudad. Muchas veces, los municipios carecen del talento humano, los recursos financieros o los mecanismos de articulación interinstitucional necesarios. Además, la participación ciudadana —aunque reconocida como un pilar del derecho a la ciudad— se convierte frecuentemente en un ritual sin incidencia, reducida a consultas formales sin traducción efectiva en las decisiones administrativas.
Estas tensiones obligan a preguntarse: ¿puede el discurso jurisprudencial transformar por sí solo las realidades urbanas? ¿Es suficiente una sentencia para reconfigurar el modo en que se vive la ciudad? La respuesta es ambivalente. Por un lado, la jurisprudencia tiene un valor normativo innegable: abre caminos, redefine derechos, amplía el marco de exigibilidad. Pero por otro, si no se logra una articulación efectiva entre el poder judicial, el legislativo y la administración pública, ese derecho queda atrapado en el papel.
El derecho a la ciudad debe ser leído e implementado como una política pública de justicia urbana, y no como un simple pronunciamiento judicial. Esto exige incorporar el lenguaje y los contenidos de las sentencias en los planes territoriales, las normas urbanísticas, las políticas sociales y los presupuestos locales.
La materialización del derecho a la ciudad exige un compromiso decidido por parte de la administración pública, más allá del simple acatamiento formal de las sentencias judiciales. Resulta fundamental que los planes de desarrollo y de ordenamiento territorial reconozcan explícitamente este derecho en sus estructuras normativas, operativas y presupuestales. No basta con mencionarlo de forma retórica: debe traducirse en acciones concretas que articulen participación ciudadana, justicia distributiva y planificación incluyente.
Al mismo tiempo, se requiere una transformación profunda en la formación de los operadores jurídicos y administrativos. Jueces, abogados, planificadores, concejales y funcionarios deben ser capaces de leer el territorio no solo desde la norma, sino desde las desigualdades estructurales que configuran la vida urbana. Solo así será posible vincular el derecho con los procesos reales que determinan quién accede —y quién no— a la ciudad como espacio de realización de derechos.
Finalmente, urge una articulación intersectorial que permita a los fallos de la Corte convertirse en insumos vivos para la política pública. Cada sentencia que reconoce el derecho a la ciudad debería ser abordada no solo como precedente, sino como una guía de acción para los gobiernos locales. De esta manera, dar el paso del enunciado normativo a la transformación, y dejar de depender únicamente de la voz del juez para construir ciudades más justas, habitables y democráticas.
Tirson Mauricio Duarte Molina
Docente Facultad de Derecho y Ciencias Políticas
Universidad de San Buenaventura Cali