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Artículo de opinión ·

El 26 de febrero observé en el periódico El Espectador una breve pero no poco impactante noticia: “Falleció el hombre que se incendió frente a la embajada de Israel en EE. UU.” Unida a un video grabado por este mismo hombre, en uniforme del ejército de Estados Unidos, donde se observa cómo se prende fuego con una gran determinación. ¿Pero por qué tan poca información? No dice esta noticia el nombre de la persona, qué se sabe de sus motivaciones (aunque pueden deducirse solas, si se tiene en cuenta que este acto se realizó frente a la embajada de Israel en Washington), las reacciones, etc. Buscando en otros medios, encuentro que este soldado activo de la fuerza aérea norteamericana, de 25 años, se llamaba Aaron Bushnell, y dicen que mientras ardía gritaba: «Palestina libre».

Mucho tiempo atrás este acto habría sido un delito, porque los gobernantes se consideraban legalmente dueños de la vida de los habitantes en su territorio; hoy se considera por la ciencia hegemónica la muestra de una enfermedad mental, el suicidio, o para otras perspectivas una evidencia de desequilibrio emocional o espiritual, pero no sería delito, ya que hasta donde se sabe no se provocó daño a otras personas ni se fue inducido o ayudado en la ejecución (lo que en Colombia sí es delito: de ayuda o inducción al suicidio). Sin embargo éste, como tantos otros casos similares en la historia, puede denominarse como un suicidio político; otros le llaman martirio; es decir, un acto de protesta política a través de la propia muerte.

Cuando Aaron murió casi 30.000 personas, en su mayoría mujeres y niños, habían muerto en Gaza (Periódico El Español, 26 de febrero de 2024). En Asia y en medio oriente este tipo de acciones han sido relativamente recurrentes en las últimas décadas (de hecho el martirio palestino se estudia como un fenómeno social, dada su magnitud desde 1881 hasta ahora, como lo señala Martina Salerne en su texto “Occidente y los mártires suicidas”), y en este último contexto ha sido explicado a través de “lo fusional” por Julia Kristeva (en su libro “La necesidad de creer”, 2009); en occidente ha habido menos casos, pero no tan pocos si consideramos el nivel de dolor que tiene que causar el motivo que genera la protesta, como para terminar así con la propia vida. De hecho, también como protesta por lo que ocurre en Gaza, en diciembre una mujer palestina en Atlanta hizo lo mismo frente al Consulado de Israel (no se encontró información sobre si sobrevivió o no pues solo se reportó en su momento que estaba en estado crítico), y en Estados Unidos hubo 4 de estos casos en el pasado, como protesta contra la guerra de Vietnam (las personas que entonces se inmolaron fueron: Alice Herz, Norman Morrison, Roger Allen LaPorte, George Winne Jr.).

En The Jerusalem Post, se indican las palabras de Aaron antes de iniciar su acción: “Soy miembro en servicio activo de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, y ya no seré cómplice del genocidio. Estoy a punto de participar en un acto de protesta extremo, pero en comparación con lo que la gente de Palestina ha estado experimentando a manos de sus colonizadores, no es nada extremo. Esto es lo que nuestra clase dominante ha decidido que será normal”. La manera en que Aaron decidió morir cuestiona sin duda muchas cosas; sus actos y palabras nos muestran el horror: el horror de la guerra, el horror de las armas actuales, el horror de las colonizaciones, el horror de no valorar la vida por encima de todo lo demás.

En nuestra actividad como investigadores y docentes de las ciencias jurídicas, muchas veces tocamos estos temas horrorosos, tanto cuando lo hacemos desde la perspectiva de los conflictos violentos grupales como de los individuales: los crímenes. Sin embargo, aún hace falta una reflexión alerta, sensible y situada en lo local y lo global al tiempo, para lograr no solo comprender situaciones como de la que hoy hablamos, sino también y sobre todo, para dar luces sobre cómo construir relaciones humanas y sociales que no den lugar a los horrores que causan la idea (y decisión) de que morir así sea lo más digno.

Diana Restrepo Rodríguez

Profesora Tiempo Completo del Programa de Derecho de la USB Cali

Abogada, Especialista en Derecho Penal, Doctora en Ciencias Jurídicas

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