viernes, 13 de diciembre de 2024
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Si digo que Aristocles Podros sentenció hace más de 25 siglos, que una norma solamente podía alcanzar su legitimidad si estaba fundamentada en razones que motivaran a los destinatarios a acatar sus mandatos, tal vez a muchos no les llame la atención esta referencia, tanto como si dijera que la sentencia fue formulada por Platón. Pero, la cuestión no es el nombre de este reconocido filósofo de la perfección idealista; lo que llama la atención, es el contenido de su sentencia: que las normas promulgadas se legitimen por el reconocimiento que adquieren de los destinatarios y, al mismo tiempo, las cumplan, no como un mandato o una imposición, sino como un contenido que ofrece buenas razones para la orientación de la vida. El problema es que, la autoridad que perdió la norma por la ausencia de buenas razones se tuvo que recuperar por cuenta de la fuerza institucional. Y es que, al tornarse evanescente el sentido ético de una norma, cobra fuerza la legitimidad funcional – a lo Weber-, mientras se hace necesario girar hacia el plano de las emociones para condicionar, incluso por el miedo, el cumplimiento de las normas. Es en este punto donde el cumplimiento de la norma comienza a ser desafiado. Como contracara del determinismo normativo de acción, y ante la pérdida de reconocimiento social, emergen en el agente social las justificaciones de acción fundadas en el hedonismo, el amor por sí mismo, el consumo, que en últimas no dejan de ser otras formas de control, con la agravante de ser un modo de confinamiento en los deseos individuales y en la búsqueda de satisfacción personal. La libertad ética implica un modo de resistencia al biopoder a juicio de Foucault, y esas tensiones le están dando cada vez más ventaja a dispositivos que encuentran en la retribución el mejor instrumento para justificar su existencia. Recuerdo con cierta gratitud la interpelación hecha por un estudiante cuando discutíamos algunas situaciones asociadas con la corrupción en Colombia, quien afirmó que el sentido ético en la relación social se perdió cuando nos olvidamos del otro, cuando en nuestras acciones el otro no cuenta, y eso significa que le restamos importancia al efecto que tienen nuestras acciones individuales sobre la vida del otro. Por eso, pienso que ante los estudiantes uno debe estar dispuesto a aprender, porque tales afirmaciones podrían dar alguna pista para comprender la potencia que ha ganado la corrupción en distintos escenarios institucionales.
La invisibilidad del otro somete al sujeto sus propios placeres, lo entrega a la búsqueda de intereses particulares y lo arroja a la desgracia de la insatisfacción social; porque, la cuestión no está en seguir abusando de las emociones, del miedo a la venganza institucional como instrumento para contrarrestar la corrupción; se trata de retornar a una justificación normativa fundada en razones que, más allá de darle sentido a la norma, ofrezca razones para la acción, donde los intereses individuales y los del otro se conjuguen como propósitos comunes que permitan caminar por la misma ruta, siguiendo el faro de una ética que conduzca al sujeto a pensar en el otro cada vez que quede atrapado en el interés por satisfacer sus propios deseos.
Juan Carlos Quintero
Docente Facultad de Derecho y Ciencias Políticas
Universidad San Buenaventura Cali