sábado, 5 de octubre de 2024
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Estamos en un momento crucial de la historia de la alimentación, tal como la conocemos; podría afirmar que en unos años será un vestigio digno de analizar por parte de los paleontólogos, antropólogos y hasta por los filósofos. Hoy vemos como se ha creado un mercado local y popular centrado en alimentos patrimoniales que hacen parte de la llamada gastronomía colombiana, el cual se representa en los platos típicos consumidos diariamente; pero a la vez, en contraste, observamos una terrible competencia desde el mercado de la onda proambientalista, el cual sostiene que, toda la vida hemos comido mal, por ende, debemos cambiar de dieta; pues la obesidad, la hipertensión y demás pequeñas herencias familiares asociadas al comer, son las que nos restan calidad de vida. En este competitivo escenario, podemos cuestionarnos, ¿acaso somos lo que comemos, es decir, la comida con la que nos criaron? o, por el contrario, ¿debemos cambiar a una alimentación que si es saludable y que nos devuelve a lo que debemos ser?
Quizás aún no somos conscientes que la industria alimentaria se ha instalado y ha llevado al extremo la alimentación tradicional y la proambientalista, como si de enemigos se tratase. La mercantilización, hasta de las emociones, ha conducido a que los sabores y texturas de los alimentos industriales se conviertan en experiencias accesibles, pero esconden una realidad rica de promesas vacías: edulcorantes, saborizantes y empaques que contaminan y roban valor a la cocina lenta y natural.
Por otra parte, se observa como en las sociedades modernas, la alimentación saludable tiene una connotación de estatus social, ideológica avanzada e incluso representa intereses ambientales, sin desconocer sus implicaciones políticas desde el descubrimiento del fuego. Dietas, raciones y cuerpos atravesados por un control de calorías y reducción de saborizantes que prometen la eterna juventud, se cruzan con posibilidades y angustias de quienes no tiene acceso a ellas; en tanto, entre el diario vivir y el afán por nutrir al menos una parte del cuerpo con alimentos que dicen ser saludables, se comienza a generar nuevos grupos sociales desde su consumo, sus formas, estilos, ¿por qué no decirlo?: sus estilismos. Surgen unos nuevos “nosotros somos lo que comemos”, pero que ya no consumen con lo que los criaron, tampoco.
De otro lado, están los alimentos con los que nos criaron, los que decimos que nos identifican cuando sabemos decir de cual región somos; hablamos de aquellos alimentos que son los heraldos de nuestra cultura y con los cuales crecimos y tenemos añoranza. Alimentos que hacen parte de nuestro diario vivir, o bueno, quizás del diario vivir de miles de familias campesinas y de sectores populares; pero a quienes el discurso de la comida saludable les suena como una vuelta canela de sus historias de vida. En plazas de mercado, puestos de comida callejera y demás puesticos de comida tradicional, se ofrecen sabores y costumbres regionales y locales que señalan que la alimentación es propia de un saber ancestral y natural que identifica a todos.
Las posibilidades de una alimentación saludable parecen ser variadas y entrar en conflicto a nivel de las raíces culturales que las diseñan, pero ¿cómo descifrar lo que es bueno o no para el consumo humano?, ¿cuáles alimentos nos llevan a la promesa de la eterna juventud?, ¿cómo elegir los que bajan los niveles de cortisol, a sabiendas que por eso se genera el estrés que ahora se volvió pandemia?, además, ¿cuáles alimentos cumplen con la categoría de tradicional y de origen natural?
Es todo un misterio y mientras desenredamos la pita, una buena pizza orgánica con un vaso de jugo de mango, puede llegar a ser el fin de todos los conflictos. Finalmente, somos lo que comemos, ¡no le demos tantas vueltas al bulto de canela!
Alejandra María Rodríguez Guarín
Facultad de Arquitectura Arte y Diseño
Universidad de San Buenaventura Cali