jueves, 21 de noviembre de 2024
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La inmediatez generada por los medios de comunicación, las redes sociales y la inteligencia artificial ha dado lugar a un fenómeno en el que todos opinan en tiempo casi real sobre cualquier evento, situación o crimen. Incluso el presidente de la república utiliza estos medios para muchas de las actuaciones del poder ejecutivo. Sin embargo, no es el tema de esta disertación. Vivimos en medio de escándalos: nos alarmamos, juzgamos, condenamos de inmediato y, después… sigue otro escándalo.
Como dice Eclesiastés 9:5-7: “Porque los que viven saben que han de morir; pero los muertos nada saben, ni tienen más paga, porque su memoria es puesta en olvido.”
El pueblo critica a los jueces. Se les culpa y responsabiliza de los preacuerdos, el vencimiento de términos, la concesión de casa por cárcel, y de permitir una legítima defensa en el marco del debido proceso, dependiendo del delito o de su difusión. Pero la realidad es otra: el operador judicial está, y debe estar, sometido al imperio de la ley, según el artículo 230 de nuestra Constitución Nacional.
Es cierto que existe la hermenéutica jurídica, pero la seguridad y la estabilidad legítima deben prevalecer sobre cualquier desviación personal. El populismo se alimenta de casos sonados, como cuando se pide la pena de muerte para un confeso violador de niños. En esos momentos, al ver el noticiero, siento que mi corazón llora. Pero, ¿acaso me he acostumbrado? Apago el televisor y la noticia desaparece, todo sigue igual. La Constitución Política, como faro de nuestro ordenamiento jurídico, lo impide. Para lograr una pena así, sería necesaria una reforma constitucional. Entonces, ¡el camino está trazado! Es por eso que, muchas veces, al común de la gente la ley le parece laxa o blanda, y algunos quisieran hacer justicia por mano propia, como en tiempos de barbarie.
Nuestro sistema judicial, aunque a veces parezca extraño, es garante de los derechos, basado en la dignidad humana, la legítima defensa y el debido proceso; al menos así está escrito y consagrado. ¿Se deben cambiar las leyes? ¿Se deben endurecer las penas? ¿Cuál será la respuesta correcta? Lo que realmente se necesita es un cambio profundo en la política criminal del Estado, acompañado de una complementación integral del sistema judicial. No se trata de si es oral, acusatorio o mixto. El verdadero problema radica en la necesidad de una Fiscalía sólida, con suficientes investigadores y tecnología de punta; en aumentar y cualificar a la policía; en jueces con equipos interdisciplinarios y capacidad de acción. Solo así se podrá iniciar una verdadera transformación del problema social que enfrentamos, lo que también debe reflejarse en establecimientos carcelarios adecuados, sin hacinamiento y con una verdadera resocialización.
Hoy, el sistema judicial ha sido “vencido en juicio”. Las redes sociales, los intereses personales y particulares han movido las barreras éticas, permitiendo que cualquiera diga lo que quiera. La difusión es tan potente que se afirma que se contratan bodegas de personas para hacer tendencia un determinado comentario y así crear cortinas de humo.
No podemos olvidar la corrupción, la politización, los escándalos financieros, realidades que también agravan la pena impuesta a la justicia, que, aunque ciega, ofrece equilibrio social. La política criminal debe ser la condenada, y con seguridad, purgar sus propias penas.
María Margarita Gómez Lozano
Docente Facultad de Derecho y Ciencias Políticas
Universidad de San Buenaventura Cali